viernes, octubre 07, 2005

Días a Granel I

Seguro que ha madrugado, a las siete de la mañana me parece. De un golpe ha hecho callar al despertador digital de la mesita que acompaña a la cama matrimonial para uno. Se ha acercado al baño, se ha afeitado con una precisión propia de los relojes suizos que tiene Marcelo en la tienda y se ha dado una ducha rápida, ni fría ni caliente.
Un café negro y un par de galletas han compuesto su desayuno acompañado de las noticias que el locutor proclama con una alegría inusual para esas horas. A las ocho menos diez ha bajado al garaje, y se ha puesto en dirección al trabajo [menudas ganas madugar tanto para irse a currar].
Toda la mañana ha pasado entre reuniones, papeles y broncas a su secretaria [que me da a mí que ya no está en edad de que un tipo como él le de voces.. pero bueno]. Incluso ha desaprovechado los veinte minutos estipulados para tomarse el "café de media mañana", y mientras todos comentaban los nuevos fichajes del Madrid y la final de Operación Triunfo el se quedó revisando los apuntes para la reunión de la una [por cierto, ¿al final ganó el rubito ese con cara de tonto?].
Tras una comida fugaz y en silencio en la cafetería de la esquina, aprovechó la tranquilidad de los despachos para cerrar las últimas clausulas de la exportación de miles de kilos de maiz a México [y yo que creía que a los mexicanos les sobraba el maíz...].
A las seis decidió volver a casa. Sabía que hacía demasiado tiempo que no visitaba a sus padres a pesar de no vivir a más de cinco minutos en coche de ellos, pero asumía su fallo como hijo, excusado en las largas jornadas de trabajo. Ellos no tenían ni idea de lo ocupado y ajetreado que estaba su hijo... tenía una gran responsabilidad dentro de la empresa.
Antes de llegar a casa se detuvo un momento en el supermercado. Compró una caja de pechugas de pollo congeladas, un rioja de muy buena pinta, unas manzanas y unas lonchas de jamón serrano de esas que vienen embasadas en bandejas.
Aparcó el coche en su plaza de garaje. Y decidió pararse en la cervecería para tomarse una cerveza antes de cenar. En la soledad del tumulto del bar repasó mentalmente su agenda para el día siguiente. Subió a su piso y preparó las pechugas ya descongeladas en la plancha. Cenó frente al televisor y con los platos aún sin lavar se tumbó en el sofá hasta casi las doce, al son de una película de los años cincuenta, intercalando pequeños sueños entre las escenas de Bogar.
A las doce y diez se acostó, en una cama matrimonial para uno, esperando a la próxima señal del despertador.

1 comentario:

Alvaro Bode dijo...

Es triste tener que vivir de toque de despertador en toque de despertador...

Enfin, nos vemos!