martes, marzo 08, 2005

Historias de Madrid (II)

El autobús procedente de Gijón despertó a Esaid como cada día. Parecía que los conductores habían hecho un pacto nunca escrito con él para ayudarle a salir del profundo sueño que le caracterizaba, y que había llevado a sus compañeros de piso a apodarle “el almohada”. Llevaba poco tiempo en Madrid, aproximadamente unos cinco meses. Trabajaba en una empresa de construcción, un trabajo totalmente nuevo para Esaid pero al que, día a día, iba acostumbrándose. El empresario le pagaba bien, no había puesto ninguna pega por su mal español y había prometido, tras un periodo de seis meses, asegurarlo y regularizar su situación; cosa de agradecer después de los tres meses que pasó en el invernadero de “Fresas Asunción”, cerca de Murcia, donde no encontró más que compañeros explotados por encargados explotadores que a su vez eran explotados por un jefe explotador…

Vivía con otros tres compañeros de trabajo, en un piso alquilado justo al lado de la estación de autobuses. Los cuatro habían nacido en un pueblito cerca de Rabat, y juntos decidieron probar fortuna en el país vecino, después de que la empresa de piezas metálicas en la que trabajaban se declarara en quiebra de forma repentina. Esaid era el más joven de ellos, con veinticinco años tenía la intención de ahorrar en España lo suficiente para abrir una tienda de artesanía en Rabat, para vender las piezas de barro que con todo detalle moldeaban sus hermanas en el taller familiar. Se pasaban la mañana y parte de la tarde en el trabajo, por lo que no tenían demasiado tiempo libre. Los domingos solían juntarse con otros marroquíes para tomar té y pasar largas horas charlando de sus trabajos, de sus familias y de sus sueños futuros. Esaid era feliz aunque deseaba con todas sus fuerzas volver a Marruecos, ver a sus hermanas, a su padre y abrir su propia tienda de artesania.

Ya habia voces en la cocina. Seguramente Nor, el mayor de la casa, estaba preparando té para desayunar, acompañado con alguna galleta María. Esaid apuró hasta el último minuto, intentando hacerse uno con las sábanas que le cubrian. Armándose de valor, se incorporó de la cama y fue rápidamente al baño, evitando que alguno de sus compañeros consiguiera arrebatarle el turno para la ducha. Tras un fugaz desayuno cogieron sus chaquetas y, agilizando el paso debido a la hora, se dirigieron a la estación de tren. Aquel día iban a empezar una obra en una tienda cerca de la estación de Atocha.

Justo al llegar a la estación, arrancó su tren. Tras una inútil carrera, se sentaron en un banco del andén a esperar el siguiente, que no tardó más de diez minutos. Subieron al primer vagón, pero el tren no arrancó. El interventor, salió al pasillo y hablando lentamente, conocedor de que muchos de los ocupantes del tren no entendían el español a la perfección, dijo “Atención. Este cercanías no puede avanzar debido a problemas en la estación de Atocha. Tienen que abandonar el tren”.

Los pasajeros fueron abandonando el vagón, Esaid pensó que iban a despedirlo por llegar tarde al trabajo. Decidieron coger el autobús que no tardaría demasiado en pasar por allí rumbo a Atocha, pero tras casi veinte minutos de espera no apareció. Cuando estaban convencidos de un despido asegurado, el teléfono móvil de Nor empezó a sonar. Llevaba más tiempo en España que sus compañeros, por lo que hacía las veces de representante de los cuatro. Nor descolgó el teléfono “¿Diga?” Empezó a ponerse pálido, y con voz temblorosa respondió “De acuerdo jefe, hasta mañana entonces”. Algo había explotado en la estación, algo grande. Había muchos muertos… los cuatro se miraron… si hubieran cogido el tren anterior, ellos habrían estado en Atocha en el momento de la explosión… Cabizbajos y un tanto desconcertados volvieron a sus casas. Tenían el día libre.

Los días siguientes fueron muy difíciles. Toda la ciudad estaba confusa y un tanto distante, sobre todo hacia los árabes ya que al parecer, habían sido terroristas islamistas los causantes de aquellas explosiones. Esaid no podía entenderlo. Aunque ciertamente crítico, siempre se había considerado un buen musulmán, y no comprendía cómo aquella barbarie podía haberse organizado en el nombre de Alá. Pensó, que algo debía marchar mal para que algo así pudiera suceder. No lo dudó, el veinte de marzo se despidió de sus compañeros y con lo poco que tenía, volvió a Marruecos, necesitaba más que nunca estar con su familia.

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