lunes, marzo 07, 2005

Historias de Madrid (I)

Carlota vive en Tetuan, en el número tres de la calle Hernani. Cuando hace veintisiete años se trasladó a Madrid con su marido pensó que era una suerte vivir en una calle que llevara por nombre su pueblo natal donde aún quedaban sus mejores recuerdos. A sus ochenta y ocho años, pocas cosas le ponen triste, ni siquiera recordar a Santiago, su marido, cuyo corazón se retiró de la batalla por latir hace cinco años.

No tuvo hijos y no por falta de ganas. Ciertos problemas de esterilidad de Santiago unidos a una inestabilidad económica que se mantuvo hasta su llegada a Madrid impidieron hacer realidad ese sueño que habían compartido juntos. Albacete, Barcelona, París, Caracas… fueron muchas las ciudades en las que Carlota quemó su vida limpiando, tejiendo, cuidando niños… La Guerra Civil les obligó a abandonar su Hernani natal para emprender un exilio por todo el mundo… dos humildes simpatizantes del movimiento comunista no eran “bien vistos” en la nueva sociedad española; pero tampoco fueron ayudados por sus “camaradas” que les criticaban de traidores por seguir manifestando abiertamente su fe católica. Atrapados entre el idealismo y la persecución, Carlota y Santiago recorrieron con sus maletas cientos de lugares con la esperanza de encontrar un trabajo siempre inaccesible por su pasado político.

Tras la visita a un pariente lejano de Santiago asentado en París desde hacía años, la pareja destinó lo poco que quedaba de sus ahorros para unos billetes rumbo a Venezuela impulsados por las buenas noticias de algunos conocidos. Y tuvieron suerte, encontraron trabajo en un restaurante de cierto renombre de Caracas, ella como cocinera, él como camarero. Trabajaban duro y muchas horas, pero el sueldo era bueno y les permitía pasar mucho tiempo juntos. Pasaron así muchos años, hasta 1978, año en el que gracias a lo ahorrado en Caracas junto a lo obtenido por una buena venta del caserón que el padre de Santiago les había dejado como herencia, pudieron volver a España y asentarse en un pequeño piso de la capital, tras rechazar la idea de volver a abrir las viejas heridas que seguro habían tardado en cicatrizar en Hernani.

El once de marzo del dos mil cuatro había madrugado como todos los días, le gustaba recoger unas magdalenas recién hechas en la pequeña panadería de la calle Palencia para compartirlas con Fermín, un minino entrado en años que le hacían más fáciles sus días de soledad. Bajó por las escaleras despacio y pensó que era una suerte poder salir a la calle sin paraguas, al contrario de los días pasados. Cruzó la calle saludando al mozo de la tienda de ultramarinos, que siempre estaba dispuesto a ayudarla con la compra semanal. Llegó a la panadería, que estaba algo más llena que de costumbre… era natural, no había en Madrid magdalenas mejores que las que allí hacían. La dependienta comentaba agitada alguna noticia que acababa de escuchar en la radio. La audición de Carlota no era demasiado buena pero unas palabras se clavaron sin piedad en su cabeza. “Bombas en la estación”. No era un atentado como los que, desgraciadamente, solía ver en televisión. Habían sido varias explosiones en un tren.

Carlota volvió inconscientemente a su juventud, cuando en abril del 1937 contempló la estación de Guernica totalmente destrozada, días después del bombardeo por parte de la aviación alemana..Sin pensarlo, dio media vuelta y tan rápido como sus envejecidas piernas le consintieron puso rumbo a su casa.

Cruzó la calle sin saludar al mozo de la tienda de ultramarinos, subió las escaleras y fue directamente a su habitación. Se sentó en la cama y abrió el segundo cajón de su mesita de noche. Allí guardaba una caja de metal que algún día había servido para guardar sus ahorros en Caracas y que hoy contenía algunas de las cosas de Santiago. Sacó un sobre de ella y de él, dos pequeñas cartulinas blancas oscurecidas por el paso del tiempo. Por unos instantes miró uno de ellos. “Santiago Damborrena Pagalday”. Perfiló a través de sus gafas mal graduadas el contorno de una hoz y un martillo y sin dudarlo, encendió el mechero que su marido siempre llevaba en el bolsillo pese a que nunca llegó a fumar de veras. Acercó las dos pequeñas cartulinas a la llama, las arrojó a sus pies y tras una fugaz mirada al crucifijo que presidía su habitación, observó como se iban consumiendo dejando una oscura mancha en el suelo. Aunque sentía que traicionaba a su marido no iba a permitir que volvieran a jugar con su vida por dos carnés de simpatizante.

1 comentario:

kusipi dijo...

Me ha encantado...en serio...pero no es ninguna exageración, seguro que en algún rincón de Tetuán, o de Lavapiés o de mi propio barrio, algún octogenario viendo la televisión se creyó que todo volvía a empezar